Soñó una luz fría, muy lunar, abrió
su mente y su espíritu entro en ella…
Quiso saber a dónde iba, solo veía
un bosque todo blando: árboles, hojas; incluso la tierra tenía un resplandor
blanquesino; y a veces unos animales que nunca dormían les movían los ojos.
Inquieto tocó su mano blanca y
suave, la sierva se despertó y miró al incauto: en su cara se dibujó un gento
de asombro, la amargura lo enmascaró. Ésta se levantó yéndose a otro lugar
fuera y olvidado, dejando una estela de blancura sobre el mundo azul-negro que
se dibujaba, que pisaban, que los envolvía.
A la mañana siguiente y dorada se
oyó un llanto. Leoprico no durmió aquella noche grande, estuvo velando en la
antorcha lunar. En seguida su propio llanto lo asustó, su espíritu lo
abandonaba; su dolor lo inundaba. Se tiró al suelo alzó su mano y una lagrima
de sangre corría por sus labios.
El suelo era ardiente y amarillo y
así caminaba hasta la fecha antigua y transitante. Quería llegar al sol y decir
adiós, solo pudo arrastrarse y llegó a un árbol de luz y encontró una hoja
dorada que tenía escrito el nombre de su nombre…
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